domingo, noviembre 05, 2006

...fuera, más allá del tiempo, invulnerable al tiempo...







Hay que ser como Degas: la mirada debe saltar del destello eterno del la obra acabada, para entrar sin transición alguna en los bastidores. Este ejercicio de absoluta temeridad es una especie de disección que no permite ningún tipo de embuste. Cuando el clic de la cámara se dispara, ya no hay tiempo para asumir la postura adecuada, ni el rictus que confiera algo de prestancia al cuerpo. Entonces caminamos por la trastienda de la creación, observando el bostezo, la meditación, el baile, la lección de piano; la derrota. Hay momentos enque el olor a ajenjo nos golpea cuando cruzamos una puerta, pero en la cocinería de la obra la materia1respira, se agita, palpita, tiene luz propia. La vida se escribe en borrador, y nadie como los impresionistas para constatarlo.

Desde Altamira, donde la pintura adquiere una condición de deseo, magia y consecución[1], la representación pictórica forma parte de la proyección del mundo individual y colectivo del ser humano. “El hombre es la medida de todas las cosas[2]”, pero las cosas determinan la medida del hombre. Y las cosas en estricto rigor son la política, la ciencia, la religión, la guerra, la revolución. El quehacer humano como el martilleo incesante de la historia es el telón de fondo del arte. Y el arte es el espejo de la historia. En la segunda mitad del siglo XIX, el movimiento impresionista era el reflejo de ese espejo, y el telón de fondo tenía como diseño fundamental la ciencia y la tecnología. El mundo de los impresionistas era París. Un París que había pasado entre 1800 y 1850 de 500.000 a un millón de habitantes[1]. La ciudad moderna
se avecina de la mano de Napoleón III y su lugarteniente el barón Haussmann. “Haussmann propone una ciudad ordenada, en la que estén presentes los supuestos
higienistas de los ilustrados: alcantarillas,
iluminación, calles anchas y arboladas, etc.”En lo fundamental esta transformación desvincula a París con la estructuración de la ciudad medieval, creando un nuevo ordenamiento que en lo ideológico representa una renovada visión de la vida en sociedad. La revolución industrial en europea y particularmente en Francia, conlleva ese cambió que convertirá el concepto de modernidad, en una forma de ser y sentir una nueva época. El paladar de los impresionistas esta preparado para este momento crucial y Monet, Pissarro, Renoir, Caillebotte deambulan por las calles de París con el mismo ahínco que seguramente tuvo Leonardo en la búsqueda de su Judas. Es la multitud la que los llama, los pasos atravesando una llovizna en algún bulevar coronado por paraguas húmedo, las calesas enfilando su trayecto hacia una calle infinita, y el ejército de banderas al viento como plumas en una ciudad que se escapa hacia el cielo. La obra para trascender debe tener alas manifiesta Renoir[3] cuando se refiere al arte. Y las alas de los impresionistas parecen no arruinarse por más que se acerquen al sol.
decisiva importancia. Es como la pausa que incrustada en el movimiento de un concierto nos dice: el silencio también es música.
El perfeccionamiento de la fotografía durante el siglo XIX, convierten a este medio en esa cámara que Felix Nadar hizo levitar en los cielos de París. La lente como un telescopio develó para los impresionistas nuevos mundos que se descubren en la instantaneidad de la imagen. Es el propio Nadar artífice de la primera exposición de este grupo de Artistas el año 1874. La pintura nunca fue la misma desde entonces. Y Degas, Pissarro, Sisley, Renoir entre otros, tal vez jamás estuvieron concientes de que eran testigos de un cambio en la historia del arte. Ya que ¿Cómo se puede volver a pintar el mundo cuando existe un objeto capas de reproducir la realidad sin percepciones, y ópticas cuya subjetividad es su emblema? Ahora las cosas pesan, cuantifican, proyectan y miden el mundo del hombre. Y el hombre ya no es el hombre, sino lo que las cosas dicen que es. La forma de pintar entonces husmea en la sutileza, en esa degradación que la parsimonia del tiempo no permite que el ojo retenga. Y ese pintar la luz, es un ejercicio estilístico que la retención del momento, ese desvarío que el arte extremó con Da vinci y el mismo Rembrandt[3], puede ser un artificio que las manos de la ciencia y la tecnología por fin parecen haber conquistado para el arte. Este encapsulamiento del tiempo y su eterna complicidad con la luz, llega al paroxismo con ese titán que es Monet. Hay algo de titán en Monet. Hay algo de titán en todo aquel que manifiesta el deseo de estirar la cuerda de la creación hasta el límite de las fuerzas humanas, algo que en el caso de este artista empuja el arte por la escalera de la innovación y provoca una pequeña revolución pictórica. Esta revolución de la imagen más que aniquilar construye, posibilita que los caminos de la pintura se expandan, constituyéndose en esa especie de eslabón que nos hace saltar de los humildes de Mollet, al germen de la modernidad de Cézanne. No obstante, ya no es la intuición, la superchería, o la eventualidad lo que guía los pasos de la humanidad. El espíritu de la modernidad escapa por los poros de todas las manifestaciones artísticas, como de la literatura con Henry James[1] y Gustave Flaubert[2]. La catedras Ruán, es el mudo testigo del prodigio de esta nueva concepción en que la repetición casi majadera de los cincuenta cuadros de Monet sobre este mismo tema, nos expresa en un grito infinito: las cosas nunca son iguales, nuca fueron iguales, nunca serániguales. Basta simplemente con el ropaje de la luz para cambiarlo todo. Y el todo se conecta,todo forma parte de todo: Debussy, Nadar, Flaubert, la fotografía, Haussmann, el pintar la naturaleza, la exposición de 1874…la modernidad es una visión y es todas la visiones, la imagen encapsulada más allá del tiempo, invulnerable al tiempo, es el eco de la perpetuidad del hombre en el universo. Es el secreto ritual de la caverna.

No hay comentarios.: