domingo, noviembre 19, 2006

La Luz Sobre Valdivia






















domingo, noviembre 12, 2006

Un saturno caníbal en la sala Matta




¿Qué es lo que nos parece perverso en la imagen de Saturno devorando a sus hijos: El canibalismo ancestral desatado contra la naturaleza humana, el aniquilamiento sistemático como única respuesta para la perpetuación del poder? La desgarradora escena de este pasaje de la mitología grecorromana[1], es la conexión vinculante con los orígenes míticos más oscuros y violentos de la cultura occidental. Pero Téllez ha creado una variante en este Vínculo que nace ya del nombre de laexposición montada en el Museo Nacionalde Bellas Artes: “ La Risa de Saturno”. Hayalgo de secreta ironía y maledicencia en estaconcepción que enmarca la muestra. Un especie de flashback que empuja al espectador a dar respuesta a sus interrogantes en la obra del artista. “Para Téllez, la pintura es como una gran página de reflexión[2]. Este precepto queda de manifiesto, en el contenido belicista que mayoritariamente presenta la muestra. Tanto en los trabajos objestuales como en esa conjunción de pintura y fotografía con esa marcada influencia de Duchamp[3], que junto a la potente impronta del tanque de madera que sale al encuentro del público, sitúa esa reflexión en el destino del hombre y la violencia en que está inmersa su existencia. Por cierto siempre con esa dosis de humor y sarcasmo tan en concordancia con el titulo de esta exposición.
La risa de Saturno tiene algo de demoníaco y desconcertante, los ecos de los estertores de sus contracciones nos golpea, nos anuncia y nos advierte, en esa comunicación incontrarrestable que tiene la imagen de las grandes telas de la muestra. En ellas, podemos acercarnos a esos aviones que como coleópteros preñados de su carga mortífera en un cielo infernal, impactan nuestros sentidos con un halo de destello demencial, de Apocalipsis desatada. Es que el universo de Téllez es subterráneo, telúrico, infinito. Las imágenes parecen apariciones expulsadas de cavernas de los lugares más ignotos del subconsciente del artista. Pretendiendo que esa sentencia del escritor peruano Mario Vargas Llosa: “el dolor multiplicado se vuelve abstracto
[1]”, se transforme, mute y sea como un cancerbero de Troya transformado, que permita finalmente la entrada de la indulgencia y la razón.
Todos los objetos pueden transmutar en armas de destrucción. La guerra tiene multiplicidad de caras que van desde la planificación del ataque a la consecución la catástrofe en el campo de batalla. Y la guerra en ocasiones puede ser al igual que Saturno, un caníbal gigantesco capaz devorarlo todo, incluso a si mismo.

domingo, noviembre 05, 2006

...fuera, más allá del tiempo, invulnerable al tiempo...







Hay que ser como Degas: la mirada debe saltar del destello eterno del la obra acabada, para entrar sin transición alguna en los bastidores. Este ejercicio de absoluta temeridad es una especie de disección que no permite ningún tipo de embuste. Cuando el clic de la cámara se dispara, ya no hay tiempo para asumir la postura adecuada, ni el rictus que confiera algo de prestancia al cuerpo. Entonces caminamos por la trastienda de la creación, observando el bostezo, la meditación, el baile, la lección de piano; la derrota. Hay momentos enque el olor a ajenjo nos golpea cuando cruzamos una puerta, pero en la cocinería de la obra la materia1respira, se agita, palpita, tiene luz propia. La vida se escribe en borrador, y nadie como los impresionistas para constatarlo.

Desde Altamira, donde la pintura adquiere una condición de deseo, magia y consecución[1], la representación pictórica forma parte de la proyección del mundo individual y colectivo del ser humano. “El hombre es la medida de todas las cosas[2]”, pero las cosas determinan la medida del hombre. Y las cosas en estricto rigor son la política, la ciencia, la religión, la guerra, la revolución. El quehacer humano como el martilleo incesante de la historia es el telón de fondo del arte. Y el arte es el espejo de la historia. En la segunda mitad del siglo XIX, el movimiento impresionista era el reflejo de ese espejo, y el telón de fondo tenía como diseño fundamental la ciencia y la tecnología. El mundo de los impresionistas era París. Un París que había pasado entre 1800 y 1850 de 500.000 a un millón de habitantes[1]. La ciudad moderna
se avecina de la mano de Napoleón III y su lugarteniente el barón Haussmann. “Haussmann propone una ciudad ordenada, en la que estén presentes los supuestos
higienistas de los ilustrados: alcantarillas,
iluminación, calles anchas y arboladas, etc.”En lo fundamental esta transformación desvincula a París con la estructuración de la ciudad medieval, creando un nuevo ordenamiento que en lo ideológico representa una renovada visión de la vida en sociedad. La revolución industrial en europea y particularmente en Francia, conlleva ese cambió que convertirá el concepto de modernidad, en una forma de ser y sentir una nueva época. El paladar de los impresionistas esta preparado para este momento crucial y Monet, Pissarro, Renoir, Caillebotte deambulan por las calles de París con el mismo ahínco que seguramente tuvo Leonardo en la búsqueda de su Judas. Es la multitud la que los llama, los pasos atravesando una llovizna en algún bulevar coronado por paraguas húmedo, las calesas enfilando su trayecto hacia una calle infinita, y el ejército de banderas al viento como plumas en una ciudad que se escapa hacia el cielo. La obra para trascender debe tener alas manifiesta Renoir[3] cuando se refiere al arte. Y las alas de los impresionistas parecen no arruinarse por más que se acerquen al sol.
decisiva importancia. Es como la pausa que incrustada en el movimiento de un concierto nos dice: el silencio también es música.
El perfeccionamiento de la fotografía durante el siglo XIX, convierten a este medio en esa cámara que Felix Nadar hizo levitar en los cielos de París. La lente como un telescopio develó para los impresionistas nuevos mundos que se descubren en la instantaneidad de la imagen. Es el propio Nadar artífice de la primera exposición de este grupo de Artistas el año 1874. La pintura nunca fue la misma desde entonces. Y Degas, Pissarro, Sisley, Renoir entre otros, tal vez jamás estuvieron concientes de que eran testigos de un cambio en la historia del arte. Ya que ¿Cómo se puede volver a pintar el mundo cuando existe un objeto capas de reproducir la realidad sin percepciones, y ópticas cuya subjetividad es su emblema? Ahora las cosas pesan, cuantifican, proyectan y miden el mundo del hombre. Y el hombre ya no es el hombre, sino lo que las cosas dicen que es. La forma de pintar entonces husmea en la sutileza, en esa degradación que la parsimonia del tiempo no permite que el ojo retenga. Y ese pintar la luz, es un ejercicio estilístico que la retención del momento, ese desvarío que el arte extremó con Da vinci y el mismo Rembrandt[3], puede ser un artificio que las manos de la ciencia y la tecnología por fin parecen haber conquistado para el arte. Este encapsulamiento del tiempo y su eterna complicidad con la luz, llega al paroxismo con ese titán que es Monet. Hay algo de titán en Monet. Hay algo de titán en todo aquel que manifiesta el deseo de estirar la cuerda de la creación hasta el límite de las fuerzas humanas, algo que en el caso de este artista empuja el arte por la escalera de la innovación y provoca una pequeña revolución pictórica. Esta revolución de la imagen más que aniquilar construye, posibilita que los caminos de la pintura se expandan, constituyéndose en esa especie de eslabón que nos hace saltar de los humildes de Mollet, al germen de la modernidad de Cézanne. No obstante, ya no es la intuición, la superchería, o la eventualidad lo que guía los pasos de la humanidad. El espíritu de la modernidad escapa por los poros de todas las manifestaciones artísticas, como de la literatura con Henry James[1] y Gustave Flaubert[2]. La catedras Ruán, es el mudo testigo del prodigio de esta nueva concepción en que la repetición casi majadera de los cincuenta cuadros de Monet sobre este mismo tema, nos expresa en un grito infinito: las cosas nunca son iguales, nuca fueron iguales, nunca serániguales. Basta simplemente con el ropaje de la luz para cambiarlo todo. Y el todo se conecta,todo forma parte de todo: Debussy, Nadar, Flaubert, la fotografía, Haussmann, el pintar la naturaleza, la exposición de 1874…la modernidad es una visión y es todas la visiones, la imagen encapsulada más allá del tiempo, invulnerable al tiempo, es el eco de la perpetuidad del hombre en el universo. Es el secreto ritual de la caverna.

miércoles, noviembre 01, 2006

Todos los hombres Todas las Acciones










“…porque uno es lo que es mientras dure
el disfraz[1].”


Hay algo en las máscaras que ha llenado de fascinación a los seres humanos. La máscara teatral griega que filológicamente está “compuesta de dos vocablos: el rostro y lo que está delante del rostro”[2], es una ejemplificación de lo profundo y significativo que tiene esta concepción. Para los griegos, el concepto máscara era persona, lo que si se le mira con detenimiento, es una conexión con lo mejor de la visión freudiana, de la multiplicidad de la personalidad. Pero también hay algo de farsa, de embuste, de simulación en la máscara que la hace transitar por la travesía de la fiesta, del carnaval, de la teatralidad. El doble rostro más que ocultar muestra, desnuda, aniquila nuestro pudor y nos deja frente a un gran espejo donde al convertirnos en todos los rostros, nos transformamos en el rostro primigenio del alma humana.
Un maestro en el arte del disfraz fue Rembrandt. Un maestro, en una época en que el enmascaramiento era un brebaje que la alta sociedad europea bebía con la lógica inversa, que la sociedad medieval esperaba el fatídico año 1000. Pese a los llamados a la austeridad de Bacon cuando planteara en su ensayo De la adversidad: “La virtud de la prosperidad es la templanza; la virtud de la adversidad es la fortaleza…”[3], y nadie parecía escucharlo. Este suntuoso siglo XVII se inicia con la muerte de ese héroe del libre pensamiento, a manos de la inquisición que fue Giordano Bruno, donde el germen de la ilustración, con Galileo, Kepler y el espíritu crítico y el racionalismo de Descartes, comienzan a golpear la mesa del antiguo
régimen. Pero hay una ciudad en Europa en que se respira un aire de novedosa modernidad, y es el mismo Descartes el que cuando se refiere a ella expresa: “Puedes comprar de todo, eres libre y es una ciudad segura”[1]. Esta ciudad es Ámsterdam, y este ideario libertario se afianza cuando en el año 1648, las Provincias Unidas de los países bajos se independizan del imperio Español bajo el tratado de Westfalia[2]. Este pueblo de comerciantes, emprendedores y amantes de la libertad y la tolerancia, tienen un marcado sentido de la austeridad y moderación, que el filósofo inglés tanto anhela. Esa Holanda, profundamente protestante, se diferenciará del Flandes católico todavía fieles a la iglesia de Roma en esta rigurosa severidad y simpleza. [3]
En este fragmento de tiempo y espacio vivió Rembrandt, la fascinación por la maestría de su obra ha emergido con la fuerza que los cierres de centuria saben imponer. Su obra transita más allá del uso de la luz y la sobra. Las imágenes empujan algo que Aristóteles ya planteaba en su Poética al referirse a la tragedia: “Los objetos de la imitación son las acciones de los hombres y estos hombres pueden ser de carácter moral elevado o bajo[4]. Rembrandt quiso ser todos los hombres y todas sus acciones. Catapultó su mirada al rostro y lo que está tras el rostro. Se convirtió en el ojo del tiempo poniendo su propio cuerpo tras el lente de la vida…y la muerte. Así como el ladrón diseccionado por el Doctor Tulp se convirtió en un conejillo de indias con un palco en que cabía toda la humanidad.
Es el año 1629, Rembrandt tiene 23 años. Se encuentra en Leiden y ya es un pintor independiente con la conciencia de ser el dominador de su arte. Es este uno de sus primeros autorretratos. Su mirada se mantiene fija en el espectador, casi con arrogancia, este rostro que parece más el del general ahíto por la victoria que el de un joven artista, emerge de la oscuridad creando el efecto de un Alejandro en la sima de su poder. Sin embargo, ¿este es Rembrandt?, ¿o es la simulación del triunfo? La estratagema de la disfraz tiñendo la mirada con las miradas de los que si se sintieron embriagados por la victoria. Inflamados por el hálito de inmortalidad del fragmento de vida que se lleva en el último parpadeo hasta la tumba.
El Rembrandt del cuadro es un impostor. El joven jactancioso que nos mira no es Rembrandt, ni siquiera su doble. Él es la jactancia, el pueril envanecimiento de la pequeña victoria, la insolencia cómica de la ignorancia, la vanidad miope de la sin razón. Luego de el último trazo, seguramente el rostro del joven se trasfigura, la postura artificiosa se esfuma, la respiración vulva a su ritmo natural. Y sólo entonces, aparece sin el maquillaje de la ilusión el verdadero Rembrandt. El que quizás jamás conoceremos.


Estamos en Ámsterdam, es 1634.
La pintura de Rembrandt se ha transformado
en un especie de gran teatro del mundo, en
un juego en que la tramoya y los disfraces
han convertido su pintura en un baile de
mascaras. Pero ya no está sólo, Saskia su
esposa también forma parte de esta danza.
Ya no le importa ser la prostituta en este
Juego de identidades falseadas. Pareciera
decir mientras permanece sentada en el
regazo de este hijo pródigo-Rembrandt: yo también formo parte de este mundo del sueño, de lo que nunca seremos, de la eternidad en la obra de arte.

Rembrandt pinta luego existe. Quiere Ser todos los hombres,
vivir en todas las épocas. Las ficticias, las imaginadas, las
soñadas. Ahora, en el año 1640 con 34 años a aprendido
a vivir en la pintura. Cierra los ojos y como un gran
imaginador se transporta con el vestuario adecuado de un
caballero del siglo XVI[1]. Ese siglo que no le tocó vivir como
hombre, el lo hace suyo por y para el arte.
El último año de vida fue 1669, y este es el último
de sus autorretratos. La vida y la muerte se rozan en
este cuadro con la franqueza y la convicción de que todos
los hombre, y todas las acciones han existido y existirán
en su obra. Y uno se convence que la ficción ha terminado,
que el tupido velo se a dejado caer porque ya no hay nada
que ocultar, la vida se le ha escapado a vivir en su pintura.
Y mientras sus viejos ojos de pintor desde 400 años de
distancia nos miran, parecieran decir como
la anciana mujer de la novela de C. S. Lewis: “Mi cuerpo, esta
escuálida carroña a la que hay que lavar y alimentar y vestir
diariamente con tantas mudas, pueden destruirlo como les
plazca. La sucesión está prevista.[1]